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El cine que fue

Los reproductores de cintas de video, primero, y de formato digital, posteriormente, han ido construyendo un consumidor de cine aislado, alejándolo de las salas de exhibición cinematográfica, sitios aun existentes, pero cada vez más distantes de lo que fueron hasta hace cuatro, cinco décadas. El sabor de aquellas salas se ha fugado hacia el olvido, acomodándose solo en la nostalgia de quienes las conocieron. Es cierto que Guillermo Cabrera Infante, en ese libro inefable que es La Habana para un infante difunto, nos legó la oportunidad de sentir el mundo interior de los cines capitalinos entre los 40s y los 50s y siempre tendremos allí una butaca para respirar ese pedazo del siglo pasado, pero, ¿y los cines de los pueblos del interior?, ¿cómo eran?



Los cines del interior de la isla no eran como Radiocentro –actual Yara– ni tampoco como los ya inexistentes Verdún o Capitolio –en Centro Habana– o los cines de los barrios habaneros. En todo caso, se parecían más a estos últimos. En el segmento de tiempo que media entre 1959, inicio del Gobierno Revolucionario y 1968, cuando el estado intervino todas las pequeñas empresas, está enmarcado el cine de pueblo que relataré. Es una época especial, porque contiene la apertura hacia la socialización que marca el nuevo gobierno: la convergencia, en los mismos espacios, de personas de todas las razas, credos y clases sociales. Todos asistiendo al único cine de la ciudad, sentados unos junto a otros.

El cine era el centro del universo local. Una hora antes de comenzar la función, la calle estaba en ebullición y los bares y cafeterías cercanos acogían la mayor clientela del día. Nuestra sala de exhibición tenía planta baja y planta alta y un por ciento de público asiduo que se sentaba siempre en las mismas butacas. En la planta baja concurrían dos líderes de opinión que expresaban sus criterios en voz alta y provocaban respuestas, intercambios, de otros espectadores, de acuerdo con la temperatura emocional del filme: “ahora seguro que la mata”, “deja que el marido se entere”, “que tipo más tonto”, “esto no hay quien se lo crea”. Lo peor sucedía cuando alguno de ellos ya había visto la película y le daba por contarla.

Como el cine ocupaba gran interés en la población, la imprenta de la localidad imprimía, diariamente, la cartelera cinematográfica. Era una programación que alternaba, con cierta regularidad, cada día de la semana, filmes ingleses, norteamericanos, mexicanos, italianos y franceses, fundamentalmente, a razón de dos películas por noche, además del noticiero ICAIC. Los domingos había también matiné en la tarde. En los intermedios, entre película y película, la gente salía a tomar refrescos y no pocos muchachos se “colaban” con el pretexto de que ya habían pagado. No se había producido aun el bombardeo de “películas rusas”, pero ya comenzaban a exhibirse las producciones soviéticas, polacas, húngaras, alemanas y checas. Nunca olvidaremos el desconcierto que provocaron las versiones de dos clásicos de la literatura: La dama del perrito y El idiota. El público, acostumbrado al tempo del cine norteamericano, se desesperaba con la lentitud de las escenas; tampoco entendía el humor de Chejov y mucho menos la densidad sicológica de los personajes de Dostoievski. Sin embargo, fue muy bien acogida la polaca Atentado, e incluso, Cuchillo en el agua, de Wajda.

Fue igualmente, en esa década de los sesenta, cuando vimos a sala repleta, en estado de éxtasis, Prisionero del rock and roll y otras películas de rock, antes de que esas cintas pasaran al inventario de los “problemas ideológicos”. Uno de los filmes fascinantes que presenciamos por aquel entonces (Accattone), provocó fuerte polémica en la prensa cubana, pero a los adolescentes y jóvenes nos cautivaron aquellos personajes atrapados en los márgenes de la sociedad italiana. “Stella mía, alúmbrame el mío camino”, decíamos a las muchachas, repitiendo el texto de Pier Paolo Pasolini y hasta nos dio por imitar el pelado del protagonista. Muchos nos hicimos el Accattone, en homenaje a ese filme lleno de poesía. En lo adelante, la epopeya de la Gran Guerra

Patria llenaría las pantallas, aunque tuvimos también otras cuotas de sangre con las películas de samuráis. Tantas eran nuestras ansias por salir de las guerras y del pan duro y negro que festejamos durante muchísimos días con una película musical checa (Vals para un millón). Toda La Habana tarareaba el tema y la cola en el Duplex nunca terminaba. Más tarde nos aferramos a Jean Paul Belmondo y Alain Delón. De repente, a los jóvenes nos dio por usar zapatos mocasines sin medias, como Delón en A pleno sol. Un poco después, Julio Iglesias, diciendo que “La vida sigue igual”, comenzó otra época.

Los cines de pueblos ya no son el centro del universo y aunque muchos ya no existan y solo sean fantasmas como Campoamor, el Capri, o el Verdún, en nuestra memoria aún están, a salvo del olvido.

 

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Escrito por | Redacción TodoCuba

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