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La desconocida historia de los perros asesinos que eran entrenados por los españoles en Cuba en tiempos de la Colonia

No terminaremos la historia de Cuba, sin decir algo de estos famosos perros de guerra, que se adiestraban para la caza de los negros fugitivos, para sujetarlos y destrozarlos durante los combates o para despedazarlos cuando se hallaban prisioneros en los sangrientos juegos del circo.



Algunos historiadores creen que estos perros son originarios del país; pero parece que los Españoles a su llegada a las Antillas no hallaron otra especie de perros, sino los llamados alcos por los indígenas, y estos eran de una raza muy diferente de las de Europa, porque no ladraban, y los indígenas de la Española los cebaban con esmero reputándoles como una excelente comida.

Era evidente pues que los perros de guerra habían sido importados de Europa, por tener además la mayor semejanza con los perros de presa, pudiéndose asegurar que su ferocidad provenía menos de su índole particular que de la educación que se les daba apropiada a la tarea que debían desempeñar. Los hombres que se ocupaban de esta tarea no eran otros que los descendientes de los antiguos cazadores de toros, que permanecían adictos al mismo género de vida que habían llevado sus padres, distinguiéndose aun bajo la misma denominación. Sus costumbres y trajes en nada habían variado; solo habían añadido a su industria la cría de perros, los cuales vendían después de haberlos adiestrado.

El medio de que se valían para acostumbrarlos a aquellas luchas sangrientas, era a la vez sencillo y cruel; desde el momento que el pequeñuelo podía separarse de su madre, lo ponían en una jaula, cuyos barrotes le dejaban precisamente el suficiente espacio para sacar la cabeza. A su alcance colocaban un plato con alguna sangre y entrañas de animales, de las cuales se le daban expresamente en pequeñas cantidades, a fin de que su apetito estuviese de continuo avivado por la abstinencia.

Una vez ya acostumbrado a esta clase de alimento, y vuelto devorador tanto por instinto como por las privaciones de que había sido objeto, se sustituía en lugar del plato un maniquí imitando a un negro, en cuyo vientre se colocaban las entrañas y la sangre, lo colgaban del techo de la jaula al alcance del perro, al cual se había hecho experimentar de antemano una rigurosa dieta. Además se disponía de modo que chorrease a gotas sangre del maniquí, de cuyo vientre salían algunos pequeños trozos de entrañas. El famélico animal comenzaba a lamer las gotas de sangre que caían a su lado, pero bien pronto dirigía sus áridos ojos hacia la figura que tan escaso alimento le proporcionaba; se arrojaba a ella y cogía la porción de entrañas que salían al exterior. Pero hostigado al fin por un hambre siempre creciente, y animado por sus guardas, cogía el maniquí por la cintura, le abría el vientre a dentelladas, y comía lo que contenía.

Acostumbrado el perro desde joven a esta nueva clase de alimento, apenas veía que el maniquí se balanceaba, se arrojaba a él y le destrozaba; se les daba entonces mayor semejanza a aquellas figuras conforme a la raza que se intentaba designar y se las aproximaba de los barrotes de la jaula en que estaba encerrado el hambriento animal. El perro entonces corría hacia él y procuraba coger la presa ladrando furiosamente, y cuando al fin su furor y su apetito habían llegado al mayor grado de exaltación, se le dejaba en libertad, de la que se aprovechaba para arrojarse al momento sobre su victima, a la cual los adiestradores imprimían fingidos esfuerzos de resistencia para librarse de sus terribles dentelladas.

Cuando se había repetido a menudo este ejercicio se procedía a ensayarlo en el hombre vivo, a cuyo efecto se conducía al cachorro entre una jauría bien instruida, a la caza de los negros cimarrones. Allí es donde se desarrollaban con rapidez los instintos feroces que la educación había iniciado, y entonces no había abrigo seguro para los infelices negros.

Escrito por | Redacción TodoCuba

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