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¿En qué medida se mantiene viva, en Cuba, la costumbre de utilizar apodos?

Sería una buena pregunta para una persona curiosa por las transformaciones en los hábitos y las tradiciones populares. Después de todo, ¿quién no ha sufrido un apodo?, ¿quién no oculta un mote de la niñez o la adolescencia?



A diferencia del seudónimo, elegido por la persona (generalmente un artista), para enmascarar “con un nombre falso el suyo verdadero”, el apodo es una nominación que viene desde fuera –”nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia”–.

Los apodos pueden tomar como características nominativas, la raza (el negro, el mulato, el indio), la nacionalidad (el gallego, el americano, el mexicano), la región (el oriental, el pinareño), la profesión (el barbero, el albañil). Estas marcas se tornan degradantes cuando se basan en rasgos anatómicos (el cojo, el manco, el enano, el cabezón) o en deficiencias funcionales (el gago, el sordo, el ronco).

En el universo deportivo, el apodo es igualmente productivo. El béisbol cubano tiene una colección de celebridades apodadas: El diamante negro (José Méndez), El inmortal (Martín Dihigo), Papá Montero (Adolfo Luque), Natilla (Pedro Jiménez), Jiquí (Julio Moreno), El guajiro de Laberinto, El Premier (Conrado Marrero), El duque (Orlando Hernández), El niño (Omar Linares), El cobrero (Manuel Alarcón), Changa (Santiago Mederos), El meteoro de La Maya (Braudilio Vinent). Como vemos, estos sobrenombres no siempre son fieles a las características estudiadas por la onomástica.

Pero el orbe musical de la Isla es el más pródigo en seudónimos, apodos, alias y nombres artísticos cuyos orígenes son muy diversos y hasta desconcertantes. Bola de Nieve (Ignacio Villa), Angá (Miguel Aurelio Díaz), Tata Güines (Arístides Soto), Maraca (Orlando Valle), Cachao (Israel López Valdés), Compay Segundo (Francisco Repilado), El Tosco (José Luis Cortés), Musiquita (Antonio Sánchez Reyes), Pancho el Bravo (Alberto Cruz Torres), Malanga (José Rosario Oviedo), El Chori (Silvano Shueg), son apenas una muestra minúscula.

El apodo puede venir desde los primeros años de la vida y ser conocido solo por un grupo de personas (familiares, amigos cercanos, condiscípulos) en cuyo caso muchas veces se queda ahí, no transita y acompaña al apodado en la adultez. Con el tiempo, orejón, campana, cabeza de bote, tomate, bola de teipe, pierden su estigma y funcionan como un santo y seña en ese círculo reducido. Develarlo más allá de ese espacio puede ser un acto de traición que cancele la amistad, porque “solo soy tomate para mis amigos”.

La tendencia de las últimas generaciones de utilizar nombres propios que comiencen con Y (Yohanis, Yenis, Yaser, Yoandri, Yulieski), en ocasiones combinados con una creatividad excesiva que fusiona dos nombres (YurisLeidi, VicYoandri), o sencillamente inventa la nominación para que sea única, no ha tenido similar productividad con respecto a los apodos. Curiosamente, muchos de estos “nombres” terminan siendo sustituidos por un apodo que resulta más cómodo de pronunciar y recordar. Y claro que seguiremos teniendo a Juanita Pan de flauta, Roberto Care´ bicho y Ernesto tumbacoco, ¿quién lo duda?

Escrito por | Redacción TodoCuba

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