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Glauder Senarega, la vida de un cubano en Moscú sin congrí ni carne asada

 



Los cubanos no tienen malos recuerdos de los productos alimenticios que se importaban desde la Unión Soviética en tiempos del CAME. En especial de la “carne rusa” que marcó una época en la Isla y que tiene que salir en cualquier conversación que verse sobre las décadas de 1970 ó 1980. Sin embargo, más allá de la nostalgia que despiertan los recuerdos dispersos y edulcorados chocar en la concreta todos los días con el arte culinario ruso puede llegar a ser una experiencia desesperante.

Bien lo sabe Glauder Senarega, quien lleva tres años estudiando en Moscú. El impacto cultural que le provocó caer de fly en una ciudad limpia, ordenada y con tiendas en la que no faltaba nada fue tremendo; pero lo de la comida en particular fue brutal. No atinaba a elaborar nada, no sabía y en algunos momentos llegó a pensar que moriría de hambre en medio de los mercados repletos de comida de la capital rusa. Sólo la comida chatarra – que es la misma porquería en todas partes – y el comedor de la universidad lo libraron de tan fatal destino.

Este último fue una verdadera escuela de lo duro que puede ser para un cubano el arte culinario ruso.

Para no caerse en la calle del hambre decidió probar los pelmienis, una especie de bolas de pasta rellenas de carne muy populares en Moscú.

El primer día quedó sorprendido cuando a la hora del almuerzo creyó ver en su mesa un plató de congrí. Sólo “creyó” porque se trataba en realidad grechka (alforfón), un cereal que no sabía a ningún otro que hubiese probado y que, por supuesto, ni de lejos sabía a congrí. Tras esa experiencia no se atrevió a probar los panecitos dorados con un relleno que parecían hormigas (después descubrió que se trataban en realidad de semillas de amapola y que le daban a los panes dulces un sabor muy agradable y peculiar).

Para no caerse en la calle del hambre decidió probar los pelmienis, una especie de bolas de pasta rellenas de carne muy populares en Moscú. Craso error. No sólo le supo a rayos, además le provocó una indigestión que lo tuvo una semana leyendo el periódico en el baño. Con el tiempo comprendió que no eran tan malos y que tenían diversos rellenos y calidades. Todo era cuestión de saber escoger.

Lo único con lo que no se peleó Glauder en sus primeros días moscovitas fuel el borsch, la tradicional sopa de color rojo del este europeo. De hecho por este plato comenzó a apreciar la remolacha, su principal ingrediente, que literalmente había odiado toda su vida en Cuba.

El borsch fue la tabla de salvación que le permitió acercarse a otros platos como el bliní, la kotleta rusa, los jolodets (aunque este le resultó desagradable en el primer momento) y el salo (que tampoco le gustó) y viene a ser la variante rusa del chicharrón de puerco.

El borsch fue la tabla de salvación que le permitió acercarse a otros platos como el bliní, la kotleta rusa, los jolodets

Poco a poco se fue acostumbrado al menú ruso que difiere bastante del de Cuba, donde sus habitantes gustan de comerlo todo revuelto. Los rusos incluyen en sus comidas una profusión de platos que sacaría de quicio al cubano que le tocara fregar. En ellas no pueden faltar la sopa, el pan negro, las ensaladas y los platos fuertes y el postre.

De estos últimos Glauder no tiene quejas, le gustan todos. Desde el tradicional requesón con mermelada y miel hasta las tartas que conservan los mismo nombres de la época soviética. Tan buenos son los dulces rusos que pueden hacer olvidar, aunque sea por un momento, a los cascos de guayaba.

Escrito por | Redacción TodoCuba

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